lunes, 23 de marzo de 2015

ZARABANDA DE ELECCIONES: MUNICIPALES, AUTONÓMICAS Y GENERALES.


Reflexiones y soliloquios de un lugareño ante el hecho electoral.


“Piensa que, en este país,
Lo que más se parece a un hombre de izquierdas
Es un hombre de derechas. […]
No lo dudes: esta división es inservible”
-Josep Pla (1897-1981), periodista y escritor catalán bilingüe-.






Palabras previas.
Este va ser un año de elecciones, están previstas municipales, autonómicas y generales; una verdadera zarabanda. Comprendo que en una democracia son necesarios los partidos y las elecciones, pero tantas me aturden. Además, ¡cada comicio debe costar un dineral! Mas la democracia es un sistema político propio de países ricos; no hay, pues, que preocuparse.

Por otro lado pienso que es bueno el tiempo electoral, porque el país precisa cambios urgentes, profundos, en muchos órdenes de la vida política, económica, social. Tengo la impresión de que en los últimos años hemos asistido al agotamiento del gran proyecto histórico de la Transición, cuyos últimos estertores vimos a raíz del desastre del “Prestige”, el 19 de noviembre de 2002; y poco después en la desventura nacional que supuso el atentado terrorista de Atocha, el 11 de marzo de 2004. La nefasta gestión de aquellos acontecimientos y la mezquina respuesta de la oposición puso en evidencia su desencuentro en la empresa nacional. La propia división entre las distintas asociaciones de víctimas del terrorismo manifiesta esta falta de entendimiento. Resultado de todo ello fue la década siguiente, prodigiosa en desaciertos...

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Detalle de ramas de un álamo (Populus alba) en la ribera del Turia en Torrebaja (Valencia), 2015.


El tedioso ejercicio de la elección de un partido al que votar.
Me pasa lo que a un amigo, “que elegir a quién votar me resulta un ejercicio tedioso, agotador, ya que por más vueltas que le doy no consigo decidirme por ninguno”. Porque el voto es para mí asunto serio, no algo intrascendente y baladí. Es más, pienso que a los políticos habría que examinarles con lupa antes de “meterlos” en las listas, y que cada votante debería demostrar previamente su suficiencia. Esta es la grandeza y miseria de la democracia, que pretende que todos los votos sean iguales, cuando las personas no lo son. En el caso de las autonómicas y generales, los partidos nos presentan una lista de nombres desconocidos. ¿Qué sabemos de la mayoría de estas persona?, ¡absolutamente nada! ¿A santo de qué debemos dar nuestra confianza a personas que desconocemos? Además, soy de la opinión de que la Ley electoral debe mejorarse sustancialmente, entre otras cosas para que finalmente haya listas abiertas. Porque como le pasa a este amigo mío, “yo no soy un ciudadano de voto fijo, de esos que, pase lo que pase y hagan lo que hagan, siempre votan a los suyos, a su partido”. ¡Qué más quisiera yo que tener un partido a quien votar! Pero no es mi caso, yo no tengo partido asegurado y tal como están las cosas votar de forma irreflexiva es temerario. Tengo claro, sin embargo, que a algunos partidos no los votaré nunca, jamás. Si ustedes tuvieran dos hijos en paro con tres carreras universitarias comprenderían mi decisión. Cierto, siempre queda la posibilidad de votar al menos malo, aunque no es ésta una solución que me satisfaga. Están también los partidos emergentes, los que tratan de hacerse un lugar en el panorama electoral y necesitan una oportunidad –partidos vírgenes, inmaculados, porque nunca han gobernado-, pero de los que apenas sabemos nada, ni cómo van a resultar. De ahí mi intranquilidad y desconcierto…


La voz de un amigo, eco de la conciencia.
Este amigo mío dice, “hace años tuve un partido que creí me representaba, pero me equivoqué. Un partido puede ser como una novia, que al principio te arrebata; pero que conforme la vas conociendo más te defrauda y asquea”. Hay que reconocer que tiene su parte de verdad, “porque el trato y la intimidad te permiten descubrir datos de su carácter, formas de ser y de comportarse”. En mi caso descarto de entrada los partidos que entablan conversaciones con terroristas, aquellos que los excarcelan o permiten su excarcelación. Al respecto, dice mi amigo que “contra el terrorismo no cabe otra solución que la pena de muerte, quien mata por esa causa, es justo que muera por ella: lo contrario sería una temeridad”. No le falta razón, pero como la pena capital está mal vista entre la progresía y resulta hipócritamente incorrecta, habría que arbitrar, la cadena perpetua no revisable –no revisable al menos en treinta años-. Dice también mi amigo, “no puedo votar tampoco a partidos corruptos, que se han corrompido o consentido en la corrupción. Ni a los que han derrochado, robado y arruinado el país, ni a los que engañan a sus votantes prometiendo lo que saben no pueden cumplir, ni a los que propician la descomposición de la Nación española en aras del presunto derecho a decidir…”. Comparto su sentimiento, así que, por mi parte, ¡al carajo con ellos, que les den…!


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Detalle de un bosquecillo de álamos (Populus alba) en la ribera del Turia en Torrebaja (Valencia), 2015.

Una regeneración necesaria y urgente.
Por último, respecto a las autonómicas y generales, pienso que el país necesita una substancial regeneración -moral, social, política...-, pero que, lamentablemente, ésta no puede venir de la mano de los grandes partidos nacionales –léase PP y PSOE, que ya sabemos lo que dan de sí- y menos de los nacionalistas. Mi amigo lo dice con otras palabras, “de lo podrido solo puede surgir podredumbre y de lo mórbido, enfermedad”. Seamos serios, ¿cómo vamos a votar a estos grandes partidos que en tres décadas han sido incapaces de pactar las grandes cuestiones nacionales, la educación, la sanidad, un plan hidrológico razonable, la política exterior...? Porque la nación española tiene unos intereses concretos e irrenunciables, independientemente de quien gobierne. Quedan los partidos emergentes, hoy todavía menores, pero cuya proyección veremos en las próximas elecciones. El futuro inmediato de éstos estará en los pactos que establezcan, ése y no otro será su talón de Aquiles...

El panorama ordinario de las elecciones municipales.
Respecto a las municipales, la cuestión es mucho más clara y sencilla, al menos en los pueblos pequeños... Clara, porque aquí nos conocemos todos, no hay engaño posible. Y sencilla, porque el abanico de posibilidades es mucho más reducido. Pero no crean, la cosa tiene también su intríngulis. El busilis está precisamente en la pequeñez e insignificancia de las cosas, en las insidias ancestrales, personales, familiares, ideológicas –que en ocasiones están muy arraigadas-. Hablando con unos y otros, aunque yo soy más bien de escuchar, he llegado a la conclusión de que la solución de los problemas municipales no está en los partidos de derechas ni de izquierdas. Ambos términos están ya superados hace mucho tiempo –al menos desde los años treinta-, pese a que algunos políticos los siguen empleando. Debe ser porque les resulta provechoso para estimular a la feligresía de su parroquia. Mi decisión es concluyente al respecto, cuando oigo a alguien decir ser de una u otra de estas opciones políticas, como hace el antivirus del computador, lo pongo en cuarentena, deja de interesarme, porque sé que nada nuevo me aportará. Digo esto porque uno ya está de vuelta de estas zarandajas. Es como elegir entre el susto mortal o la muerte inminente –ambos te llevan al nicho-. Porque, positivamente, se trata de una clasificación obsoleta, “inservible” –como dice el ampurdanés.

A principios del siglo pasado –en 1918-, escribía Pla que su padre era “un hombre que hubiera querido que la política impulsase a los hombres, que pusiese en marcha las fuentes de riqueza -sobre todo la riqueza agrícola- y acabase con el abandono, la ignorancia, la mezquindad y el contrapeso de dejadez de la vida”. Otros han definido la política como “el arte de hacer posible lo necesario”, una idea notable y positiva. A mi me pasa igual, me identifico profundamente con estas formas de pensar tan sencillas y prácticas. Aquí debo reconocer la influencia de mi propio padre, del que heredé un acentuado amor por la tierra que me vio nacer. Es bueno amar nuestra tierra, cada cual la suya, sin detrimento de las demás. Mi adhesión a la idea de España comienza en el amor al terruño, a su pequeña historia, algo que me incita en el sentimiento de pertenencia a un todo superior y trascendente.


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Detalle de manzanos esperiegos en la huerta de Torrebaja (Valencia), 2015.


Momentos de desmoralización.
Cuando yo comencé en política creí que en el pueblo y la comarca “estaba todo por hacer”, lo que no dejaba de ser una ingenuidad. Hoy, sin embargo, veinticinco años después, tengo que luchar contra el sentimiento de que aquí “no hay nada que hacer”, otra forma de candidez. Ya sé que la idea es penosa, por eso lucho contra ella. Porque no quiero dejarme llevar por el pesimismo y la inercia de los hechos. Cuando me asaltan estos pensamientos los barro de mi mente y me digo: Ni la historia ni el futuro están escritos... Decía que mi padre estimaba profundamente su tierra, y que yo heredé esta misma pasión. Él –mi padre- era un apasionado de la Concentración Parcelaria, lo fue desde el principio, allá por los años setenta, antes que se dictara el Real Decreto que la declaraba “de utilidad pública y urgente ejecución” (1978). No cabe duda que fue un adelantado a su tiempo, porque veía que el campo y la agricultura no tenían otro camino que la unificación de las parcelas fragmentadas por la historia y las herencias, y la explotación conjunta, cooperativa, de las mismas.

Un caso histórico, la concentración parcelaria y su aparente fracaso.
Tengo a gala decir que desde la alcaldía tuve la posibilidad y el honor de trabajar por la consecución de aquel gran proyecto supramuncipal -incluía el término de Torrebaja (y Torrealta) y parte del de Ademuz y Castielfabib-, lo que suponía unas 600 hectáreas. Desde el principio se opuso una parte de los propietarios, además del Ayuntamiento de Ademuz y Castielfabib; aunque la Administración estaba dispuesta a llevarla a cabo, íntegra y gratuitamente. La responsabilidad de los Ayuntamientos comarcanos en el fracaso de aquel extraordinario propósito es evidente; los disculpa, sin embargo, el hecho de que no sabían muy bien de qué se trataba, su ignorancia. Al final se invirtió el proceso, quien se resistía a ejecutar las obras era la propia Consejería de Agricultura; quizá porque ya no tenía dinero o porque veía que el tiempo de las concentraciones había pasado. No en vano había transcurrido un cuarto de siglo entre el Decreto y su realización. Posteriormente, y no sin gran esfuerzo de varias alcaldías, la Concentración tuvo lugar, aunque sólo en una pequeña parte del término de Torrebaja -excluyendo el de Torrealta, Ademuz y Castielfabib-.[1] Hoy la Concentración es un hecho y mi padre estaría profundamente satisfecho viendo las fincas agrupadas, el trazado de los nuevos caminos, las estupendas acequias de cemento. Ello debiera suponer la posibilidad de impulsar esta enorme riqueza local de que escribía arriba... Pero en la misma medida creo que se sentiría apenado, al ver las tierras improductivas o plantadas de chopos... ¡Porque la concentración parcelaria no se concibió para cultivar chopos! En cualquier caso, la plantación de chopos y otras especies arbóreas maderables demuestra el fracaso parcial de aquel gran proyecto agrario, que hubiera debido servir para lanzar definitivamente la agricultura municipal y comarcal con una marca propia. Una verdadera lástima, pero es lo que hay...


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Detalle de fincas resultado de la Concentración Parcelaria en Torrebaja (Valencia),
con el caserío al fondo (2005).


En los pueblos pequeños no hay engaño posible, todos nos conocemos.
Decía que el panorama de las elecciones municipales se manifiesta mucho más sencillo y claro en los pueblos comarcanos que en la ciudad, porque aquí todos nos conocemos. El conocimiento de las cosas, de alguien o de algo, facilita considerablemente la elección. Quiero decir que en los lugares pequeños no caben engaños, sabemos la trayectoria personal de los vecinos, y de lo que cada cual es capaz. No obstante los acérrimos, aquí la ideología ocupa un lugar muy secundario. El caso es que a dos meses escasos de las elecciones ya comienza a percibirse en nuestros pueblos ruido de urnas. El ruido es pequeño, un bisbiseo apenas perceptible. Pero parece que ya se están barajando nombres para componer las listas. A uno de mis hijos le han propuesto formar parte de una de éstas, como relleno. No sé si aceptará, lo dudo; porque está muy quemado con este sistema que aparta del mundo laboral a la generación mejor preparada de los últimos cincuenta años. Cabe recordar en este punto a los jóvenes de nuestra comarca que se hallan en el extranjero buscándose la vida, y a sus padres, cuya pesadumbre compartimos.

Pero es bueno que los propios vecinos se preocupen del devenir municipal, ya que alguien debe estar al mando de las cosas del común, y los jóvenes no deben ser ajenos a este suceder. Alguien con ilusión, capaz y con dos dedos de frente. No hace falta mucho más para llevar adelante la administración local. El fundador del estado alemán moderno, Otto von Bismark (1815-98), decía que "La política no es una ciencia exacta, sino un arte", a lo que cabría añadir, no obstante, que para todo arte hay que estar dotado. Mas ello no constituye un problema en los pequeños municipios, donde la política se reduce o debiera reducirse a una buena gestión. En muchos casos bastaría con mantener lo que hay, en espera de tiempos mejores. Suele suceder, sin embargo, que una alcaldía debe dedicar una parte considerable de sus energías -y recursos- a arreglar lo que ha descompuesto la anterior. Los daños, a veces, se arrastran durante legislaturas. El avance resulta así más lento y gravoso, aunque incontenible. Porque ni el tiempo ni la historia pueden detenerse. Como he escrito en alguna otra ocasión, lo peor que le puede ocurrir a un alcalde es creer que la historia municipal comienza con él... Porque el Ayuntamiento es un totum continuum, una continuidad sin fisura que viene de lejos, y cada presidente de corporación, cada consistorio debe hacer lo que en cada momento le corresponda. La cuestión está en descubrir lo que debe hacer y en llevarlo a cabo con eficiencia.


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Detalle de chopos maderables en el camino del Rento de Torrebaja (Valencia),
junto a la antigua ribera del Ebrón (2015).

La despoblación, un problema fenomenal.
La dificultad más importante con la que se enfrentan los pueblos del Rincón de Ademuz es el mismo que afecta a la denominada “Serranía Celtíberica”: triángulo geográficamente delimitado por Soria, Teruel y Cuenca, la despoblación.[2] Se trata de un problema enorme, morrocotudo, que nadie sabe muy bien cómo afrontar, ni sus consecuencias a medio y largo plazo. Con los pueblos vacíos no hay nada que hacer. Todas las políticas que no estén enfocadas a la resolución de esta fenomenal cuestión carecen de sentido, son inútiles, están irremisiblemente condenadas al fracaso. Podremos tener pueblos limpios, ordenados, bellísimos..., pero si están vacíos de gente, nada importará. Y si alguien no lo remedia esto lo veremos antes de que concluya el tiempo de nuestra generación... Ya me dirán ustedes qué pasará cuando desparezca la vecindad octogenaria, que es una porción considerable de la población actual. No sé ustedes, pero yo prefiero no pensarlo...

La enjundiosa cuestión de los impuestos locales.
Otra cuestión que debiera aflorar a la hora de las elecciones es la de los impuestos, asunto ciertamente preocupante... Parece que la falta de ingresos de nuestros Ayuntamientos se trate de paliar aumentando la presión fiscal sobre el sufrido vecindario. Bien está que tengamos que pagar una tasa por el mantenimiento de un servicio, pero no más. Valga un botón como muestra. Hace tiempo tuve que compulsar tres documentos que precisaba para cierta gestión, así que me dirigí a la secretaría del Ayuntamiento. La compulsa duró lo que cuesta estampar un sello, poner una fecha y un garabato de firma. Cuando me entregaron las compulsas pregunté –por educación-, si tenía que pagar algo. Mi sorpresa fue que me pidieron tres euros, digo tres euros, quinientas pesetas de las antiguas. Me pareció una barbaridad, y pedí un recibo. No me lo querían dar, pero finalmente me lo dieron. Si alguien lo pone en duda, puedo mostrárselo. La compulsa de documentos es un servicio que el Ayuntamiento debe prestar inexcusablemente al vecindario, el cual supone una tasa que debe valer lo que cueste el mantenimiento del servicio, esto es, céntimos, nada. Porque con lo que me cobraron a mí ya amortizaron el precio del sello, la almohadilla y la tinta incluida. Pongo este ejemplo extremo de lo que me sucedió con la compulsa, pero este es un dato menor... Lo que quiero decir en última instancia es que el Ayuntamiento está para servir a sus vecinos, no para sangrarlos.

Valga el punto para decir que en ocasiones el Ayuntamiento se ve obligado a asumir competencias que no son de su incumbencia, verbi gratia, el mantenimiento y la limpieza de las acequias. Como es sabido, dicho asunto corresponde en exclusiva a las Comunidades de Regantes de cada municipio, o intermunicipales, cuando aquellas atraviesan varios términos. En el caso de Torrebaja es proverbial el secular abandono de estas cuestiones por parte de sus responsables, y que viene de antiguo. Durante la legislatura municipal de 1991-95 se trató de dar esta competencia a quien compete -que como digo son las mencionadas Comunidades de Regantes-; pero en vista del desastre ocasionado, durante la siguiente legislatura, el Consistorio decidió volver a asumir la gestión de las acequias. Cuestión comprensible, ya que, lamentablemente, no hay agricultores ni nadie que se arrogue la responsabilidad de este negocio. Propiamente, si el Ayuntamiento tiene que adjudicarse esta labor, que la asuma. Pero antes cabría hacer un censo de propietarios con la extensión de tierras que posee cada uno y poder explicar así, de forma cuantitativa, razonada y numérica, lo que paga o debe pagar cada uno por el enojoso mantenimiento del azud, de las canales y conducciones. ¿Dónde está ese censo, cuándo ha estado expuesto al público...? Quiero decir que, cuanto más claro y transparente un asunto, mejor...

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Detalle de ramas de nogal (Juglans regia) en una finca del Cau,
junto a la acequia y el camino que lleva a la Canal en Torrebaja (Valencia), 2015.


Un caso concreto de abuso generalizado.
Hace poco, hablando con mi amigo de estos temas me contó el caso de un joven del Rincón de Ademuz, enfermero de profesión, al que le había salido un trabajo en una residencia de ancianos en una población próxima. El enfermero de marras, diplomado hace dos años, tenía un contrato de media jornada, para hacer un trabajo que antes realizaba una enfermera a jornada completa. Por su trabajo percibía unos 600 euros al mes. Para poder realizar su trabajo precisaba un vehículo, así que se compró un cochecito de segunda mano. Además del mantenimiento del vehículo, la ITV, el seguro obligatorio y la gasolina, hace poco le llegó el recibo del impuesto municipal de vehículos de tracción mecánica del Ayuntamiento de Torrebaja (Valencia), cuyo importe asciende a unos 73 euros anuales. A mi amigo le parecía que esto era una inmoralidad. Si este joven enfermero no viviera con sus padres se moría de hambre, porque con su sueldo no podría llevar a la novia ni a tomar un refresco, mucho menos soñar con un futuro. Este es el resultado de la reforma laboral, el trabajo real que se está creando hoy en España. Pienso que mi amigo es muy comprensivo a la hora de calificar el hecho como “inmoralidad”; a mi me parece más bien que lo que está ocurriendo en este país es una indecencia, una desvergüenza. Lo que se está provocando con esto es crear una juventud resentida, sometida, quejosa, que tarde o temprano nos lo hará pagar.

            Yo comprendo que vivir en el pueblo puede ser el sueño de muchas personas de ciudad que desearían tener una vida más sencilla y en contacto con la naturaleza, algo con lo que imagino sueñan muchos futuros jubilados. Pero vivir en el pueblo comienza a resultar caro, más costoso de lo que parece, además de carecer de los servicios y comodidades de la ciudad. Por el contrario, sin embargo, los arbitrios municipales –agua potable, alcantarillado y basuras-, que no dejan de ser tasas, son muy elevados. No digamos el impuesto de bienes inmuebles, este es sencillamente escandaloso. Hay casas en Torrebaja que proporcionalmente pagan más por este impuesto que una vivienda en la Ciudad de las Ciencias de Valencia. Además está la tasa de Transferencia y Valorización de Residuos, el nuevo impuesto por derechos de aguas de riego, las licencias de obras..., y no sé si me dejo alguno. Todos ellos por las nubes, salidos de madre. Con lo recaudado por estos conceptos no se resolverán los problemas económicos de nuestros ayuntamientos, pero se grava considerablemente la economía vecinal. Estos temas debieran debatirse y tener su lugar en los programas electorales...


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Detalle de manzanos esperiegos en la partida del Rento en Torrebaja (Valencia), 2015.


Palabras finales.
Las elecciones, como el propio sistema partitocrático imperante, suponen un mal necesario, agravado por la tradicional pobreza de las propuestas y la estulticia de los debates. El autor estima que el gran proyecto político español de la Transición comenzó a manifestar su agotamiento a comienzos de la centuria -entre el 2002 y el 2004-, con el accidente del Prestige y los atentados de Atocha, en que ciertos medios de comunicación y la oposición de entonces se desmarcaron del designio inicial: Resultado de todo ello fue la década siguiente, prodigiosa en desaciertos...

Cabe esperar que las confrontaciones electores de los próximos meses supongan cambios positivos en el devenir político y social español, lo que se manifestará en el presumible quebranto del bipartidismo y en la aparición de nuevos partidos no nacionalistas que traigan aire fresco al viciado panorama nacional. El proyecto de los hasta ahora grandes partidos nacionales parece concluido, y la pérdida de las mayorías absolutas no debiera suponer una mayor inestabilidad; en cualquier caso manifestará el hastío de la ciudadanía ante las fechorías cometidas, léase despilfarro, corruptelas, atropello de las instituciones, etcétera.

Los grandes partidos nacionales, los que hasta ahora han gobernado, se han portado miserablemente con las asociaciones de víctimas del terrorismo, su gestión del fenómeno terrorista es incalificable, vergonzoso. Asimismo, el hecho de que no hayan sido capaces de pactar sobre las grandes cuestiones nacionales –educación, sanidad, plan hidrológico, política externa...- los incapacita para seguir gobernando, pues pone en evidencia su partidismo, al que colocan por encima del bien de la Nación. Sólo por ello deberían desaparecer...

El resultado de las últimas elecciones autonómicas en Andalucía -del 22 de marzo de 2015- demuestra que a una parte de los votantes no les preocupa en absoluto la corrupción ni la alta tasa de desempleo que les afecta, pues han votado al partido que ha gobernado la autonomía durante las últimas tres décadas y que les ha llevado donde están. Por decir algo suave, ello me parece un escándalo, además de reflejar cierta desfachatez en esa porción de electores andaluces. Por el contrario, el partido del Gobierno se ha visto enormemente castigado, quizá por las políticas restrictivas a nivel nacional. Al mismo tiempo, los grupos emergentes lo hacen con fuerza, y parece que llegan para permanecer. La coalición de izquierdas pasa al lugar que le corresponde, pues sus políticas resultan extemporáneas.

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Detalle de álamos (Populus alba) en el camino de la ribera del Turia en Torrebaja (Valencia),
partida de las Carreteras (2015).


Respecto a las próximas elecciones municipales -del 24 mayo de 2015-, la cuestión resulta mucho más sencilla, al menos en los municipios de nuestra comarca, pues aquí nos conocemos personalmente. El problema principal, con diferencia de cualquier otro, y que deberían abordar prioritariamente los partidos, es la despoblación y el vaciamiento vecinal. Atajar esta cuestión es sustancial y cualquier política -municipal, provincial, autonómica, estatal- que no vaya en este sentido está condenada al fracaso: Podremos tener pueblos limpios, ordenados, bellísimos..., pero si están vacíos de gente, nada importará.

Para comenzar a luchar contra la despoblación, una medida inteligente será revisar a la baja todo tipo de tasas e impuestos municipales. Asimismo, el Gobierno central y autonómico deberá favorecer la permanencia de la población local con medidas concretas, lo que se podría lograr disminuyendo los impuestos generales, la seguridad social a las empresas, el IRPF a los trabajadores, el IVA a los consumidores, etc. Además de todo tipo de prácticas que favorezcan el arraigo de los jóvenes en su tierra, el incremento de las ayudas familiares, el mantenimiento de los servicios escolares, sanitarios y demás prestaciones en el ámbito de la ruralidad. Porque la gente suele querer vivir allí donde ha nacido, donde están los suyos, en el ambiente que conoce, siempre que tenga un modo de vida. Ello no significa que los jóvenes no deban salir a formarse y conocer el mundo..., pero muchos desearían volver y no pueden.

En suma: más que por ver las listas electorales de los partidos locales que concurran a las próximas municipales, estoy ansioso por ver los programas que nos vayan a presentar. De un vistazo podremos comprobar si atienden a la realidad o son la palabrería de siempre, papel mojado. Vale.





[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Referente a la concentración parcelaria de Torrebaja (I y II), en Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz, Valencia, 2007, vol. I, pp. 363-365 y 367-368.
[2] ID. El Rincón de Ademuz y la “Serranía Celtibérica” de España, en la web Desde el Rincón de Ademuz, del lunes 5 de enero de 2015.

martes, 10 de marzo de 2015

MIS ABUELOS DE EL CUERVO, TERUEL.

Evocaciones y remembranzas referidas a mis ancestros maternos.


 

“Nada nos envejece tanto
como la muerte de aquellos que conocimos durante la infancia”
-Julian Green (1900-1998), escritor norteamericano,
 nacido en Francia-.





Palabras previas.
Mis abuelos de El Cuervo -José León Garzón Casino y Dominica Casino Alamán-, se casaron en su villa natal a las 8:00 horas de la mañana del día 28 de septiembre de 1901, a la edad de 24 años y tuvieron cinco hijos, un varón y cuatro mujeres, y once nietos. A la hora de firmar las actas, el abuelo firmó por él y por su esposa, que no sabía. Tampoco sabían escribir las madres de los contrayentes -María Casino Millán y Matea Alamán Asensio-; por ellas firmó uno de los testigos, José Valero Murciano, que sí sabía. Los padres de ellos no asistieron a la boda, por hallarse difuntos.  Los abuelos fallecieron hace ya muchos años, y también sus hijos, entre los que se hallaba mi madre; de los nietos quedamos siete: el mayor tiene ochenta años y el más joven en torno a sesenta... Mi familia materna fue relativamente numerosa, y siempre estuvo muy unida; ello se debió quizá a que la mayoría eran mujeres, pues las mujeres suelen “tirar” hacia la línea ascendiente mucho más que los hombres; además, mi madre y sus hermanas adoraban a sus padres, devoción que supieron transmitir a sus hijos. Pese a vivir en distintos lugares, la unión familiar se mantuvo durante décadas, mientras vivieron las hermanas. Desaparecidas ellas y su hermano mayor, cada primo ha tirado por donde la vida le ha llevado, lo que ha supuesto un incremento en la distancia emocional, hasta el punto que nuestros hijos, los míos y los de mi hermano, por ejemplo, apenas conocen a los hijos de algunos de nuestros primos –quiero decir que su conocimiento es superficial, somero, incluso nulo-; cuánto menos conocerán a los nietos. Parece que esto es lo habitual, conforme el árbol familiar crece, las ramas se dispersan...


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Vista meridional de la villa de El Cuervo (Teruel), de fecha inmediatamente posterior a la guerra civil -en todo caso, antes de la construcción del Edificio de las Escuelas Públicas-. 

La casa de los abuelos, en El Cuervo.
Mis padres vivían en Torrebaja y periódicamente subíamos a El Cuervo para ver a los abuelos y estar unos días con ellos. En realidad éstos de El Cuervo fueron los únicos abuelos que conocí, ya que los de Torrebaja ya habían fallecido: el abuelo Román antes de mi nacimiento y la abuela Vicenta cuando yo tenía apenas cuatro años. Esto se explica, en parte, porque mi madre era bastante mayor que mi madre. A veces subíamos en el coche de línea que hacía el recorrido diario de El Cuervo a Teruel por la mañana y regresaba por la tarde, haciendo el trayecto inverso. Otras veces íbamos en el taxi de Miguel Fortea, que tenía un vehículo grande, negro, muy capaz. Mis abuelos vivían en la calle del Castillo, que iba de la plaza de la Iglesia hacia las Escuelas. La casa era enorme, un verdadero laberinto, pues estaba formada por varias casas unidas entre sí, dispuestas en distinto nivel. La casa que daba a la calle poseía una puertecita estrecha por la que se accedía habitualmente, y otra más amplia que daba al descubierto, por donde se accedía con las caballerías. Pero esta puerta del descubierto ya no se utilizaba, ya que entonces las caballerías estaban en otra de las casas de la parte alta.
Al primer piso de esta primera casa se accedía por unas escaleras de amplios peldaños con atoques de madera. La escalera continuaba hacia la parte superior por otras escaleras más estrechas que daban a una cambra. En el último rellano de este tramo había una puerta por la que se salía al exterior por un callejón estrecho, por encima del cual quedaba el patio de la casa del medio. El primer piso de esta primera vivienda poseía un comedorcito en el que había un armario con vitrina y cantareras en la parte de abajo. Desde este recinto se accedía a otro más amplío paralelo a la línea de fachada, en cuya parte interna se hallaban las alcobas. En la alcoba del fondo recuerdo haber pasado el sarampión junto con mi hermano pequeño. La abuela nos tapaba con unas sayas suyas rojas que tenía, y la bombilla la cubrieron también con una tela roja. Según la creencia popular, el color rojo, como el de la propia erupción sarampionosa, resguardaba contra la enfermedad. El argumento no parece tener mucha enjundia, pues se basa en la ley de los semejantes: lo rojo, con rojo se cura. Permanecimos varios días en la cama, con fiebre, picores y manchas rojas por el cuerpo; de aquellos momentos recuerdo, además del color rojo que nos envolvía, el rústico sonido de la campana del reloj de la iglesia cuando daba las horas, un son familiar, pausado y rotundo, que me gustaba: si tocaba las ocho es que eran las ocho, no había vuelta de hoja. El sonido del bronce marcaba entonces la vida vecinal. El reloj repetía las horas a los pocos minutos, yo esperaba ese momento y contaba mentalmente su repique...



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Fotografía de juventud de mi abuela materna -Dominica Casino Alamán (1877-1960)-.

Aquella sala del primer piso en cuya parte interior se abrían las alcobas tenía el piso de yeso enlucido, sin ladrillos. El balcón que daba al descubierto poseía unas cortinas a modo de colgaduras. Había también una mesa con un largo cajón en el que los abuelos tenía sus cosas, papeles de escritorio, pañuelos, objetos extraños cuyo uso era para mí desconocido. Muchas veces abrí yo aquel cajón, esperando encontrar no se qué, pues siempre he sido muy revolvedor. Sobre la mesa había un gran espejo, y un cuadro de buen tamaño en el que se vía una mujer de rasgos fuertes, con la raya del cabello en medio, muy marcada, y con una chiquilla en brazos. La abuela me decía, mira, esa es tu madre, señalando a la preciosa niñita. La mujer de rasgos fuertes, con raya en el centro, era ella, mi abuela. Aquella foto correspondía a una fotocomposición aceptable. En un rincón de la sala había un aguamanil, con espejo, palangana, toallero y espacio para la jarra. Por encima del lavamanos había un cuadrito encristalado con un mechón de cabello rubio atado con una cinta. Cuando le preguntaba a mi abuela por aquello no me contestaba, o lo hacía con palabras que yo no comprendía.

En otra de las alcobas de la sala dormían los abuelos. Desde esta cámara se accedía a otra interior más elevada, pues para entrar en ella había que subir varios peldaños. Había allí una cama de hierro muy alta, un arcón de madera y un mundo con refuerzos de cuero y metal. Desde esta última estancia se accedía a otra que hacía de despensa, en la que la abuela tenía de todo, los jamones y embutidos, las conservas, manojos de hierbas medicinales y sin fin de cachivaches colgados de las paredes. Había allí un aroma especial, inconfundible, que nunca más he vuelto a experimentar. La despensa mantenía una temperatura constante, se ventilaba mediante un ventanuco que había en un lado. Lo curioso de esta última estancia es que ya pertenecía a otra casa, a la de en medio, pues ya digo que todas estaban comunicadas. Por unas estrechas escaleritas se accedía a una sala oscura en la que los abuelos tenía las alacenas, las cantareras y objetos del menaje. Desde esta se pasaba propiamente a la cocina, donde estaba el fuego bajo, allí comían los abuelos. Esta cocinita se comunicaba con la cambra de la casa de abajo mediante unas escaleras de madera de amplios peldaños, con baranda. Recuerdo a la abuela sentada en una silla frente al fuego bajo, mientras mi madre o alguna de mis tías la peinaba. La abuela era de cuerpo menudo, tenía la cara bondadosa, arrugada, expresión de haber vivido mucho, las manos sarmentosas... y vestía una sayas oscuras, con faldriquera y pañuelo a la cabeza. Tenía un carácter muy distinto al del abuelo, ella era callada, seria, poco dada a la broma. En cierta forma, sin embargo, se complementaban. Incluso de mayor conservaba el cabello oscuro, muy largo, tanto que le llegaba a la cintura. Una vez peinado le hacían una trenza muy fina, que luego enrollaban en un moño sujeto con horquillas, unas horquillas con una bolita negra y brillante en un extremo que nunca más he visto después. Fuera de casa siempre llevaba puesto un pañuelo negro a la cabeza, y no le gustaba que la fotografiasen. Debía tener su punto de coquetería, como todas las mujeres, pues parece que el motivo de evitar los retratos eran las arrugas de su cara viejecita. De hecho apenas se conserva algún retrato de ella, además de aquella foto grande en la que aparece con mi madre en brazos.


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Detalle de una fotografía de mi abuelo materno -José Garzón Casino (1877-1959)-, junto con uno de sus nietos -Ramón Torredefló Garzón-, en El Cuervo (Teruel).

La cocinita de la casa de en medio daba a otra sala que hacía de entrada, cuyo piso aparecía cubierto de yeso tosco entre las vigas, formando las cimbras. Sobre el mismo suelo había patatas, cebollas, incluso panojas extendidas. En un rincón de esta estancia había un armarito empotrado en el que los abuelos guardaban las herramientas, tenazas, destornilladores y variedad de objetos pequeños que a mi me encantaba manipular. La parte inferior de esta estancia pertenecía a otra casa, propiamente a la cuadra de la vivienda vecina; parece que las casas se sobreponían. Desde esta estancia anexa a la cocinita se salía a un amplio patio exterior en el que había una higuera; posteriormente hubo una parra que lo sombreaba. En este patio había un corral donde los abuelos tenía los animales, cerdos, gallinas, conejos. Las gallinas andaban a veces sueltas por el patio. Había también un pequeño huerto en alto y un alatonero de grueso tronco. Desde este patio se accedía a otra casa, ésta a medio acabar y en la que había trabajado el tío Ricardo Esparza, un albañil de Torrebaja amigo de mi abuelo, que había estado de joven en Cuba. Por un lateral del patio se salía a un callejón que daba sobre el edificio de las Escuelas Públicas, desde donde se vía Castielfabib. Frente al colegio había una casa con patio, allí vivía la tía Paula, una señora mayor con gafas de miope: decían si era espiritista, que podía hablar con los muertos, y tenía varias gallinas a las que continuamente llamaba, pitas, pitas, pitas...

En la cambra de la casa de abajo había aperos, areles, garrafas, unos colchones de farfollas donde nosotros echábamos la siesta en verano... y un baúl con ropas de mi abuelo, entre ellas el uniforme, pues en su juventud había sido Guardia de Seguridad en Madrid, Teruel y Barcelona. Entre las prendas de guardia estaban los correajes y cartucheras, y una porra de medio metro de larga con la que mi hermano y yo jugábamos a policías y ladrones. Mis abuelos habían emigrado en su juventud a Madrid, donde ya digo que el abuelo era guardia, trabajo que alternaba con el de podador en una cuadrilla de gente de la zona, de El Cuervo, Cuesta del Rato y Castielfabib. Uno de los lugares donde trabajaban era el Palacio Real, allí conoció al joven rey Alfonso XIII, que se escapa de sus cuidadores y se iba con los trabajadores, a almorzar con ellos, pues le gustaba mucho la comida que llevaban. Pobre comida sería, pero que al joven rey le gustaba, pues ya de muchacho dicen que era muy campechano. La familia residía en el Barrio del Progreso de Carabanchel Bajo, Madrid; estando allí nació mi madre, esto fue el 17 de septiembre de 1913, a las 13:00 horas. Mis abuelos tenían entonces 36 años, pues ambos habían nacido en 1877. Y cuatro años más tarde, en 1917, les nació Celestina, la última hija.


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Las cuatro hijas de mis abuelos de El Cuervo (Teruel): Francisca (1913-1999), Clotilde (1908), Celestina (1917-2014) y Amelia (1911-1998), en Barcelona (ca.1925). 



De Madrid a Teruel y Barcelona.
Poco después del nacimiento de mi tía Celestina los abuelos decidieron trasladarse a Teruel, para estar más cerda del pueblo, ya que la abuela echaba mucho de menos su tierra, su casa, las fincas que tenían. Decía que en aquella época ya les habían nacido los cinco hijos que tuvieron: José (1905), Clotilde (1908), Amelia (1911), Paquita (1913) y Celestina (1917). Teruel era entonces un pueblo grande; la única ventaja que podía tener respecto de Madrid era estar más cerca de El Cuervo. Mis abuelos y sus hijos vivieron en una casona de la calle del Clavel, una calleja estrecha que todavía existe por encima de la plaza del Torico, según se sube hacia el Rabal a la mano derecha. Contaba mi madre que estando en Teruel le ocurrió a mi abuelo tener que socorrer a una señora cuyo marido le estaba dando un paliza. Mi abuelo agarró del pescuezo al agresor y lo separó de la pobre mujer. Habría que decir que mi abuelo era un mocetón, alto y fornido –todo lo contrario que yo, que salí a la abuela-. Nada más separarlo la mujer se encaró con mi abuelo, dándole patadas e insultándole para que soltara al marido, alegando que aquello eran cosas suyas, y que nadie se tenía que meter... No sé cómo acabaría el lance, probablemente dejándoles marchar, tanto a la mujer como a su agresor. Entonces no había leyes contra la violencia de género...


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Francisca Garzón Casino, en Barcelona, cuando contaba 17 años (1930).
Mis abuelos estuvieron un tiempo en Teruel, meses, años, no sé... El caso es que mi abuela comenzó a estar aburrida de tanta gente como pasaba por su casa, pues todos los que iban de El Cuervo a Teruel por compras o lo que fuera, acaban desayunando o comiendo en su casa, incluso durmiendo. Aquello cansaba a la abuela, hasta el punto de pensar en marcharse. Sucedió por entonces que pasó por Teruel un amigo de mi abuelo, camino de Barcelona, adonde se dirigía para trabajar como carpintero en ciertas obras que estaban haciendo en la ciudad condal, quizá fuera en la ampliación de algún tramo del metro. El caso es que persuadió a mi abuelo para que dejara marchar con él a José, el hijo mayor. Una vez instalado parece que José les convenció para que se trasladan a Barcelona. Todo fue que se marcharon, pensaban que sus hijas tendrían allí mejor futuro. Primero se marchó el abuelo, a tomar posesión de su cargo y encontrar casa donde vivir. El único detalle de aquel viaje, de Teruel a Barcelona es que cuando el abuelo echó mano de la cartera no la encontró, la había perdido o se la birlaron en la estación. El disgusto fue de órdago, pues se quedó sin dinero. Suerte que tenía un sueldo del Estado, de esta forma salieron adelante. El resto de la familia, la abuela y sus hijas fueron después, por barco, vía Valencia. Durante la travesía las pequeñas se pasaron el viaje jugando en cubierta y cuando llegaron a Barcelona el abuelo no las reconocía, de sucias y negras que iban por la carbonilla. En Barcelona estuvieron varios años, el abuelo como Guardia, la abuela al cuidado de la casa y las hijas en la escuela o trabajando. Residían en la parte alta de la calle Verdi, entonces poblada de casitas bajas y áreas de descampado. Pero el abuelo enfermó de reuma en las piernas y tuvo que dejar el trabajo. Además, tampoco le sentaba bien la humedad de la ciudad. Finalmente, el matrimonio decidió volver al pueblo, pero José, Clotilde, Amelia y mi madre se quedaron en Barcelona. Aunque iban y venían con relativa frecuencia al pueblo, a ver a los abuelos, pues Amelia recordaba que estando en El Cuervo, a eso del medio día, oía los estampidos de los barrenos con que perforaban los túneles de Castielfabib. Esto fue en la segunda mitad de los años veinte, durante la Dictadura de Primo de Rivera...
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Francisca Garzón Casino (izquierda) y su hermana Amelia Garzón Casino (derecha), en Barcelona (ca.1935).




De Barcelona a El Cuervo.
En su regreso al pueblo les acompañó Celestina, la hija pequeña, que de moza estuvo siempre con ellos. Desconozco la fecha exacta en que tuvo lugar el viaje, pero pudo ser a finales de los años veinte, ya que se conserva una fotografía que mi madre les envió, luciendo una hermosa trenza con una dedicatoria: A mis queridos padres en prueba de cariño y afecto, su hija Paquita Garzón. Barcelona, día 26 de mayo de 1930 –tenía ella entonces 17 años-. Puede que estos fueran los años más felices para ellos, al menos para la abuela, que estaba muy apegada a su terruño. El abuelo era de otra forma, estimaba también su casa y sus fincas, pero estaba bien en cualquier parte, era un hombre más de mundo, abierto y coloquial. Tenía una yegua percherona que le ayudaba en las labores del campo, y una perra color canela llamada “Cuqui”. Un día la perra se le cruzó en el camino, ladrando como una descosida. Ante los ladridos del can la caballería se paró de inmediato, enseguida vio pasar el abuelo una culebra por el camino, gruesa como el brazo o poco menos. A mediados de julio de 1936 estaba trabajando en unas fincas que tenía en El Río de Allá Arriba, una partida del término aguas arriba del Ebrón. Allí cultivaba de todo lo que daba la tierra, variedad de frutas, uvas, manzanas, peras..., incluso tabaco, cuyas matas tenía escondidas entre el maíz. Aquella finca era un vergel, el paraíso particular del abuelo. Celestina le llevaba cada día la comida al abuelo, para que no perdieran tiempo en subir y bajar, pues la zona quedaba lejos del pueblo. En aquella ocasión, al pasar Celestina con su cesta de comida vio que gentes de fuera y otras del pueblo estaban sacando cosas de la iglesia –imágenes, libros, ropas del cura...- y quemándolas en la plaza. Cuando llegó donde el abuelo le contó lo que había visto: Padre –le dijo-, que hay gente en la plaza quemando cosas de la iglesia... El abuelo contestó: Malo, hija, esto es la guerra... Dejó lo que estaba haciendo y ambos se bajaron de inmediato al pueblo. No se había equivocado el abuelo, aquello fue el comienzo de la guerra civil... Para la gente con alguna experiencia –tal el caso del abuelo, que por entonces ya tenía sesenta años-, la guerra no fue una sorpresa, en especial desde las elecciones de febrero, ganadas por el Frente Popular, y durante toda la primavera de aquel año, en que el país vivía una situación social de agitación y violencia permanente, que el Gobierno no quiso o no pudo parar.

Celestina se casó a los 19 años, el mismo año que comenzó la guerra, con un mozo de Castielfabib llamado Manuel Gómez. Al comienzo de la guerra los del Comité llamaron a Manuel para formar parte de la Junta Revolucionaria local. Manuel era un joven sencillo, pacífico, aparentemente nada sabía ni supo nunca de política; ni la entendía ni le interesaba. Muchos años después, cuando yo le conocí, seguía siendo el mismo personaje franco y apacible que había sido de joven. Paradójicamente, Manuel era también amigo de la broma, un guasón como el abuelo que de todo hacia burla –al menos a mí me tomaba bastante el pelo-; aunque tenía también un rictus en el rostro, cosa que yo achacaba a sus dolores, pues con frecuencia padecía del estómago. Aparentemente la guerra no afectó a mi abuelo José, que siguió siendo un hombre bondadoso, hablador, dicharachero, siempre dispuesto a reírse, relator impenitente de anécdotas y chascarrillos. Durante la contienda le asignaron varios soldados a los que debía dar cobijo en su casa, y que le estimaban como a un padre. Tío José –le decían- háganos un caldero de gachas... El abuelo preparaba entonces el caldero con agua harina de maíz y sal, y lo ponía al fuego; mientras, la abuela, freía pimientos y tajadas, y preparaba el ajoaceite. En el año 37, antes de que las tropas franquistas llegaran al Mediterráneo, mi madre vino de Barcelona por Valencia en tren para ver a sus padres –tenía ella entonces unos 23 años-. En Utiel cogió un camión que venía para el interior, con bancos de madera atados a los costados de la caja del vehículo. Con ella iba una amiga suya de Torrebaja, Amelia Asensio, hija de José el Cuervero. En el mismo vehículo viajaban un grupo de milicianos que iban al frente de Teruel por la misma ruta. Los soldados se reían contando como en cierta ocasión, yendo por aquella zona de la Plana de Utiel, habían rociado a un cura con gasolina y le habían prendido fuego. El hombre gritaba y corría que se las pelaba –decían- con la sotana en llamas... Mi madre y su amiga oían el relato espantadas.


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De compras por las Ramblas de Barcelona: Amelia Asensio Muñoz de Torrebaja (2ª por la izquierda), Francisca Garzón Casino (3ª por la izquierda), ca.1945.
En El Cuervo la guerra terminó en abril de 1939 -con la entrada de las tropas franquistas del 3er batallón de Infantería de Gerona-.[1] Los miembros del Comité Revolucionario local y gente que se había destacado durante la guerra fue detenida y encarcelada, entre ellos Manuel, el marido de Celestina. Durante toda la guerra hubo varios vecinos de la villa escondidos en cuevas del monte. Mucha gente del pueblo lo sabía, también los del comité, pero nunca les molestaron ni dijeron nada. A las mujeres e hijas de los que habían pertenecido al comité las obligaron después de la guerra a limpiar la iglesia, que había servido de cuadra, almacén o lo que fuera durante la contienda. Manuel estuvo detenido en El Puig de Santa María, Valencia, y posteriormente en la Prisión Provincial de Teruel, donde Capuchinos. Manuel y Celestina habían tenido una hija nacida en plena guerra, fallecida de difteria en 1939, estando el padre todavía en la cárcel. Pese a todas las penurias todavía tuvieron que agradecer al régimen que le dejaran salir para el entierro. El mechón de cabello rubio atado con un cinta que había en el salón de alcobas de la casa de mis abuelos, era de aquella niña, llamada Anita... Estando Manuel en El Puig, Celestina iba periódicamente a llevarle a su marido una cesta con algo de comida, ropa limpia, calcetines de invierno. En cierta ocasión no le dejaron darle unas manzanas que le traía, se las tiraron al suelo en su presencia. Empleaba dos días en el viaje, y volvía triste y agotada, cuando no desesperada, al ver la situación en que se encontraba el preso. Cuando le trasladaron a la prisión de Teruel, Celestina se marchó a vivir a esta ciudad. Manuel y Celestina tuvieron otra hija, Amelia, esto ya en 1942; años después, ante la falta de perspectivas en El Cuervo la familia marchó a El Puerto de Sagunto, en Valencia, donde Manuel se colocó en Altos Hornos, sector de jardinería. Posteriormente les surgió la oportunidad y emigraron a Barcelona, donde vivieron muchos años... Manuel falleció joven, Celestina el año pasado, con 96 años cumplidos.

Mi abuelo José fue siempre un hombre alto, recio, fuerte, vitalista..., estimaba por encima de todo la relación familiar y la conversación con sus amigos. Hasta bien mayor, estando ya casi ciego, iba todos los días a la plaza del Horno, donde los olmos, a tomar un vino en la tienda de Dionisio Casino (1909-1999). Le gustaba el vino, en cada comida se bebía una botella; suerte que era liviano, cosechero. Pocos años antes de su muerte hubo de operarse de cataratas, lo llevaron a la clínica del Dr. Barraquer, en Barcelona. Entonces la operación no estaba tan depurada como ahora. Estuvo varios días ingresado y se le fue la cabeza -dijeron si se había desorientado-; pero yo siempre pensé que fue porque en la clínica dejaron de darle el vino que acostumbraba beber en las comidas.





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José Garzón Casino con dos de sus hijas -Amelia (izquierda) y Celestina (derecha)- y una nieta -Amelia Gómez Garzón-, posando en el patio de su casa de El Cuervo (Teruel), ca.1945.
 
La muerte de los abuelos.
Mis abuelos estuvieron siempre muy unidos, y así permanecieron hasta su final y acabamiento... El primero en fallecer fue el abuelo, la muerte le sobrevino en su casa de El Cuervo, esto fue el 5 de junio de 1959, cuando contaba 83 años. Decía mi madre que había muerto de una hemorragia, pero pudo ser de cualquier otra cosa, pues la vejez es hermana de la enfermedad y de la muerte. Del día del entierro conservo imágenes muy vívidas, aunque yo era entonces un niño de apenas 7 años. Recuerdo que para bajar el féretro de la sala donde estaba expuesto hubo algún problema. Y que cuando lo estaban sacando de la casa mi tía Celestina lanzaba unos gritos desgarradores, desde la cambra clamaba como una poseída, sollozando y dando portazos. Era su forma particular de manifestar su dolor. Yo iba de la mano de mis padres, asustado. Otra cosa que recuerdo es que cuando sacaron el féretro, en el trayecto de la casa de los abuelos a la iglesia comenzó a chispear, me angustiaba que el cajón donde llevaban a mi abuelo se mojara. No sé por qué, pero me producía desazón... Esta fue la primera muerte familiar que presencié. No sé si era lo suficientemente consciente, pero me di cuenta que llegado el momento las personas desaparecen de nuestra vida...



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Detalle de la lápida de mi abuelo -José Garzón Casino (1877-1959)-, en el Cementerio Municipal de El Cuervo (Teruel), 2013.


Hasta entonces, las hijas se turnaban en ir a cuidar a los abuelos a El Cuervo, pero tras la muerte del abuelo decidieron que sería mejor que la abuela pasara temporadas con las hijas. Lo que entonces se llamaba "ir a meses", expresión que siempre me ha parecido muy triste. Como cuando preguntas a alguien: Y tu padre, ¿qué tal? –y te responden bien, pero ya no sale-. Hoy día los abuelos siguen yendo "a meses", cuando no los meten directamente en una residencia, que es la forma moderna de llamar hoy al asilo. Ni siquiera la paga de los abuelos los libra de estos recintos de viejos. Y gracias que existen semejantes lugares, de lo contrario la vejez sería para muchos todavía más terrible. Fue así que mi abuela Domina bajó a Torrebaja, a la casa de mis padres. Después le tocó tenerla a su hijo José, que vivía con su familia en Puerto de Sagunto, Valencia. Pero a cambio de tenerla de nuevo mi madre en Torrebaja, decidieron mandarme a mí en su lugar, a pasar unos meses con mis tíos y primas. Aquella fue mi primera salida larga de la casa paterna; no recuerdo como muy agradable la estancia en aquella ciudad –y no porque se portaran mal conmigo, todo lo contrario-, solo que añoraba muchos a mis padres y hermano. Puedo evocar con absoluta nitidez, sin embargo, el embriagador aroma del azahar en las noches de primavera. Durante el tiempo que mi abuela estuvo en Torrebaja se comportaba con absoluta normalidad; aparentemente nada hacía prever que no estaba bien. Lo único que llamaba la atención de mi madre es que, pese a haber estado tan unidos, la abuela no mencionara nunca al abuelo. Pensaba ella que el no nombrarle le evitaba el sufrimiento de su ausencia. Lo cierto es que no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que un día la abuela le dijo: Chica, no sé adonde habrá ido el padre, hace rato que no le veo... –cuando el abuelo hacia ya meses que había fallecido-. Mi madre y sus hermanas siempre llamaron a sus padres de usted, jamás les tutearon. Entre ellas, para referirse a alguno de ellos le nombraban como “el padre” o “la madre”. La educación y el respeto por encima de todo...


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Detalle de la lápida de mi abuela -Domenica Casino Alamán (1877-1960)-, en el Cementerio Municipal de Torrebaja (Valencia), 2013.



Fue en ese tiempo, durante mi permanencia en Puerto de Sagunto, cuando murió la abuela, esto fue el 20 de abril de 1960, poco menos de un año después que el abuelo. La abuela dormía en la misma cama que mi hermano pequeño, en una alcoba junto a la habitación de mis padres. Un día se levantó mi hermano asustado: ¡Mamá, mamá, la abuela, la abuela...! -cuando mi madre llegó la encontró muerta-. Había fallecido durante el sueño, sin enterarse, plácidamente. Ella que había sido tan dispuesta y concienzuda, se marchó sin llamar la atención, silenciosamente, como había vivido. Mi padre se hallaba por aquella época de viaje, con los animales, pues era tratante. En aquel trance se vio ayudada en los trámites del Juzgado y en la cosa del féretro por Emilio Hernández, el del bar y por el tío Gregorio Martínez, el padre de Trini. Ella nunca olvidó la ayuda prestada por estos vecinos... En cierta ocasión, esto ya muchos años después, le pregunté a mi madre lo que había supuesto para ella la muerte de sus padres. Me dijo que fue lo más dolorosos que le había sucedido hasta entonces; superó relativamente bien el suceso gracias a nosotros, a mi hermano y a mí. Vernos a nosotros tan pequeños le daba fuerzas para vivir.



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Los hermanos Garzón Casino al completo -de izquierda a derecha-: Amelia, CelestinaJosé, Clotilde y Francisca Garzón Casino, posando en el patio de mis abuelos de El Cuervo (Teruel), en 1990. 


A modo de epílogo.
Mi abuelo José Garzón está enterrado en el cementerio de El Cuervo,[2] Teruel; y mi abuela Dominica Casino en el de Torrebaja, Valencia.[3] Cuando voy a estos camposantos no falta mi visita al lugar de su inhumación –al de ellos, al de mis padres, abuelos paternos y demás parientes-. La familiares muertos forman una larga procesión, aunque de esta sólo discernimos a ver los más próximos a nosotros. Yo no sé si ellos estarán de alguna forma misteriosa e incompresible pendientes de nuestro devenir –cosa dudosa y altamente improbable-, pero para mí son algo real, hasta el punto de que los vivos constituimos el eslabón de una cadena ininterrumpida con los que nos precedieron y los que han de venir, entre el pasado y el futuro. Pero esto es sólo una idea, el deseo inconcreto de formar parte de algo más importante que nuestra pequeña individualidad. Además, me gusta el precepto bíblico: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). Hoy hay mucha gente, sin embargo, que no cree en Dios ni en la otra vida –ni creen ni les interesa un ápice, pues viven al margen de cualquier trascendencia, etsi Deus non daretur-; pero creas lo que creas, la muerte te alcanza igual; es cuestión de tiempo. Por otra parte -discurren con despreocupación- lo que haya después, ya se verá... Pero nada de lo que cuento tiene la menor importancia práctica; así que cada cual puede pensar al respecto lo que su intelecto le de a entender.

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Vista general de la villa de El Cuervo (Teruel), desde el cerro de san Pedro, con  Castielfabib (Valencia), al fondo (2013).

En suma: tras la lectura del texto expuesto podría pensarse que conocí a mis abuelos, pero lo cierto es que no, no les conocí en absoluto. Me hubiera gustado, no obstante, conocerles, hablar con ellos, saber lo que pesaban, de los acontecimientos que les tocó vivir, de su experiencia. Pero cuando fallecieron yo tenía sólo siete años, y con esa edad apenas podemos entender lo que vemos y oímos. Con la excepción de algunas imágenes concretas, mi evocación se basa en lo que mi madre y sus hermanas me contaron, con lo que propiamente puede decirse que la realidad de todo esto es cuanto menos subjetiva, por mucho que yo la tenga por positiva y verdadera. Vale.







[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Aproximación histórica a la villa de El Cuervo y su parroquial, Valencia, 2000, p. 119.
[2] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Iconografía funeraria en el cementerio de El cuervo (Teruel), en http://alfredosanchezgarzon.blogspot.com.es/2013/09/iconografia-funeraria-en-el-cementerio.html, del domingo 22 de septiembre de 2013.
[3] ID. Iconografía funeraria en el cementerio de Torrebaja (Valencia), en http://alfredosanchezgarzon.blogspot.com.es/2011/11/iconografia-funeraria-en-el-cementerio.html, del miércoles 16 de noviembre de 2011.

lunes, 2 de marzo de 2015

ENCUENTRO MEMORABLE EN NIMES Y MONTPELLIER (FRANCIA).

Evocaciones y remembranzas de un viaje de juventud por Europa: agosto de 1971.




A Gérard Jordan y Michel Nicolas,
amigos entrañables
residentes en Montpellier (Francia).








Palabras previas.

Han pasado más de cuarenta años de aquel viaje, lo que supone un tiempo considerable; sin embargo, muchas de las imágenes y experiencias de aquellas semanas persisten vívidas en mi memoria... No sé si le habrá ocurrido al lector, pero a un servidor le ha sucedido muchas veces tener la sensación de que algunos sucesos acontecidos hace mucho tiempo se hallan inconclusos, no han terminado, como si esperaran un epílogo final. El asunto que pretendo relatar es uno de esos acaecimientos...

A finales de agosto de 1971 me hallaba yo en Francia, de regreso a España tras un viaje en autostop y tren por el país galo, Bélgica y Holanda.[1] El punto más lejano al que llegué en aquel juvenil periplo europeo fue Ámsterdam. Decía en aquella entrada que durante el regreso pensaba pasar por Londres, en Gran Bretaña, pero estando en la cola de la estación de Oostende, para sacar el billete del ferry me di la vuelta y continué viaje en dirección a España. Debo reconocer que fue una decisión acertada, pues además de encontrarme ya algo cansado del viaje, me quedaba poco dinero, el tiempo apremiaba y el idioma inglés me imponía. En mi época los alumnos españoles de Bachillerato estudiábamos mayoritariamente el francés como lengua extranjera, y mal que bien en este idioma me hacía entender; al menos eso creía...

Detalle de sobre correspondiente a una carta enviada por mis amigos franceses
 -Gérard y Michel de Montepellier (Francia), 1971.



De regreso a España.
Decía arriba que “muchas de las imágenes y experiencias de aquellas semanas persisten vívidas en mi memoria”, pero debo reconocer que muchas más se resisten a la evocación. Recuerdo, no obstante, que de Oostende, en la costa atlántica de Bélgica, me dirigí a Bruselas, desde donde fui a París. Esto lo sé seguro porque conservo un billete de “Trans Europ Express” de Bruselas-París. Desde París fue bajando hacia el sur, en dirección a Lyon - pero no sabría decir si fue vía Auxerre y Beaune o por Orleáns, Bourges y Clermont-Ferrand. Ciertamente han pasado muchos años y del viaje de regreso a España apenas escribí nada en mi diario. Debió ser por el cansancio, pues ya llevaba cerca de un mes viajando, y el viajar cansa enormemente -todavía más en las condiciones en las que yo andaba-. En la parte posterior de mi mochila, sin embargo, iba escribiendo el trayecto, señalando con un punto más o menos grueso la importancia de los lugares por donde pasaba. Puedo decir así que durante el regreso, entre París y Lyon no escribí ninguna ciudad. De ahí que no pueda nombrar con exactitud los lugares por donde pasé... Entendemos que la memoria es una señora muy caprichosa, de élla decía Goethe: La memoria llega hasta donde llegan nuestros intereses... -debe ser cierto, no vamos a cuestionar su autoridad-. En mi caso, sin embargo, por más que lo intento no logro recordar muchas de las cosas de aquel viaje; debe ser, pues, que por alguna oculta razón no me interesa evocarlas.


Detalle de un billete de tren -Trans Europ Express-, de Bruselas a París (1971).

Recuerdo, sin embargo, que en este recorrido estuve haciendo autostop durante un par de horas en una carretera que pasaba junto a un cementerio-memorial de la Segunda Guerra mundial. Debía ser un camposanto de este tipo, porque puedo evocar con absoluta nitidez un amplio recinto de césped verde bordeado de árboles y sembrado de cientos, miles de cruces blancas, perfectamente alineadas en todas direcciones... Yo conocía el cementerio de mi pueblo, incluso el de Montjuich en Barcelona, que es enorme, parece una ciudad –con calles y plazas-, y ciertamente lo es; pero aquel cementerio de guerra francés sobrepasaba mis expectativas, era un espacio enorme, ya digo que con centenares y miles de cruces blancas... Mas no logro localizar qué cementerio pudo ser el que yo vi; ya que la mayoría de estos memoriales se hallan en la zona de Normandía, al noroeste de París; en Charente Marítimo, al suroeste de Francia o en Alsacia, en el noreste del país –pero ninguno que yo sepa en la zona centro y sur-. Pudo ser, no obstante, el cementerio de Champigny-Saint-André, cerca de Dreux, que acoge 19.794 tumbas de soldados alemanes -aunque no puedo aseverarlo, pues en aquel del que conservo memoria las cruces eran latinas-.

Detalle del cementerio alemán de la Segunda Guerra Mundial
en Champigny-Saint-André, cerca de Dreux (Francia)
[Tomado de Wikipedia, La enciclopedia libre].


Del trayecto por el centro de Francia apenas recuerdo nada, excepto extensos campos de cultivo con sembrados de colores, paisajes ondulados, pueblos muy arreglados... Me llamaban la atención los pueblos franceses, por lo cuidados que estaban, en absoluto contraste con los que yo conocía en España -particularmente los del Rincón de Ademuz, cuyas calles principales apenas habían comenzado a cementarse en la década anterior-. La práctica del autostop estaba entonces muy extendida, muchos jóvenes viajaban por este medio, chicos y chicas, solos o en parejas. En aquella época no había el temor de ahora, en que nadie parece hacer caso a nadie. Tampoco es muy frecuente ver hoy gente haciendo autostop; será porque los conductores ya no paran a los autostopistas, y esta singular forma de viajar ha dejado de estar de moda. Yo viajaba solo y me subí en variedad de vehículos, excepto en tractores, motos o bicicletas. Los que más frecuentemente me paraban eran varones jóvenes, alguna mujer de mediana edad y los camioneros de edad indeterminada. Los camioneros eran los grandes benefactores de los autostopistas... Por suerte, nunca tuve el menor problema con nadie. Sólo en cierta ocasión un individuo se me insinuó, poniéndome la mano en la rodilla; bastó decirle que no con la cabeza para que la retirara. La gente francesa era en general correcta, aunque no demasiado amable. Desconozco hasta qué punto su chovinismo está justificado, pero tienen muchas cosas que admirar. Por lo demás, los transeúntes, caminantes y gentes de paso siempre han despertado cierto recelo entre los lugareños -esto ya desde la Edad Media-; de ahí que no se les tenga mucha simpatía. Me viene a la mente aquella novela de Hermann Hess, Narciso y Goldmundo (1930); durante aquellas semanas yo podría haber sido el Goldmundo de turno, viajando solo y pernoctando donde la noche me cogía, dispuesto a la aventura, abierto al no siempre amable espectáculo de la vida...

En cierta ocasión me cogió la noche en un pequeño pueblo por el que pasaba la carretera general que yo seguía. Buscando un lugar donde dormir me desvié por un camino, hasta que encontré una casa de campo que me pareció idónea. La casa estaba a medio construir y se hallaba cercada por una verja, cuya puerta estaba en aquel momento abierta. Entré, busqué un lugar donde echarme y lo encontré en una habitación amplia en cuyo centro había un montón de arena. Cené algo de conserva con pan y fruta, extendí mi manta y me puse a dormir. Dormí plácidamente toda la noche, me desperté al amanecer, plegué la manta, cerré la bolsa y me dispuse a marchar. La sorpresa fue que en el interior había un coche que por la noche no estaba; además, la puerta se hallaba cerrada. Con cierto susto en el cuerpo recorrí toda la casa buscando una salida, hasta que encontré una ventana mal cerrada, por allí me descolgué y salí al patio exterior. Parece que durante mi sueño había venido el dueño, entrado su coche al garaje y cerrado la puerta, sin apercibirse de que yo estaba dentro, en un cuarto lateral. Por suerte para mí, la verja cerraba sólo con un alambre, y no había perros sueltos...

Detalle del río Saona a su paso por Lyon (Francia)
[Tomada de Wikipedia, La enciclopedia libre].


Lyon es una magnífica ciudad en la que se dan cita dos grandes ríos de Francia –La Saône y Le Rhône, el Saona y el Ródano-, y de la que apenas pude disfrutar. Arribado a Lyon me dirigí a la Grand Gare de Lyon-Perrache para coger el tren en dirección a Aviñón, vía Vienne y Valence. A la salida de la ciudad el tren atraviesa el Ródano, un majestuoso río que nada tiene que ver con los españoles en amplitud y caudal. Debí bajarme en Valence y continuar viaje en autostop hasta Orange, pero no recuerdo haber estado en Aviñón, la antigua ciudad medieval que fue residencia de los papas durante su exilio francés. Aviñón queda en el centro de dos grandes rutas por carretera, cuyo vértice se halla en Orange. De Orange parte una vía hacia el sureste, en dirección a Salon-de-Provence y Marsella, y otra vía hacia en suroeste, en dirección a Nimes y Montpellier. Yo cogí esta última, pues mi intención era entrar en España por Gerona, vía Perpiñán. 

Vista del río Ródano a su paso por Lyon (Francia) [Tomada de Wikipedia, La enciclopedia libre].


El moro de la chilaba.
A Nimes llegué al atardecer en un tren de cercanías; en el trayecto coincidí con un español que iba en el mismo departamento. El hombre iba algo bebido y fue dando la nota todo el trayecto. Hablaba sin parar y en voz alta, se reía sin mesura, llamando la atención de los viajeros. Me sentí avergonzado del compatriota, sin duda un pobre individuo, cuya historia no llegué a conocer. Quería que fuésemos juntos a no sé dónde, pero al bajar en la estación de Nimes le di esquinazo, me deshice de él. Con personas de este tipo no puedes encontrar más que problemas: Mejor sólo que mal acompañado –pensé-. Nimes ya era entonces una ciudad notable, muy apañada, tranquila, bonita, con amplias calles y casas bajas: en los años setenta la poblaban más de ciento veinte mil habitantes. Me interesaba ver “Les Arènes”, su pequeño coliseo, un magnífico anfiteatro romano construido en tiempos de Augusto. 


Postal con detalle de Las Arenas de Nimes (Francia), magnífico anfiteatro romano construido en tiempos del emperador Augusto (1971).


Sin embargo, como llegué al atardecer, no pude visitar el monumento de inmediato, así que me dediqué a buscar alojamiento, un lugar donde pasar la noche. Encontré albergue en un edificio en obras que había junto a la estación. Se trataba de un bloque de viviendas en el que ya estaba el cerramiento exterior y parte del repartimiento interior. Reflexionando sobre aquellos momentos me asombra mi propio atrevimiento, expresión sin duda de mi juventud y falta de experiencia. No me venía de nuevo pasar la noche en semejante lugar, pues lo llevaba haciendo -en parques, casas en construcción, estaciones de tren y de servicio- durante todo el mes, desde Ámsterdam, Bruselas y París. Subí hasta el primer o segundo piso, busqué un lugar resguardado y extendí mi manta de dormir. Aquella noche cené un bocadillo de embutido, fruta y agua para beber. Había dado yo los primeros bocados cuando percibí ruido de pasos y una luz de linterna que me alumbraba. No recuerdo haber sentido el menor temor, como un Juan sin miedo... La persona que llegó donde yo estaba seguramente tenía más recelo que yo mismo. Era un varón de cierta edad, aunque no muy mayor. Llevaba la barba corta y vestía una chilaba, era un moro magrebí. Al verme se tranquilizó, se me acercó y me hizo saber que era el vigilante de la obra. Hablaba un francés con acento marroquí, lo entendí bastante bien. Me dijo que no podía estar allí; le contesté que sólo quería pasar la noche. Accedió a que me quedara, con la condición de que me marchara por la mañana temprano, antes de la llegada de los obreros; así quedamos. Él se marchó; yo terminé de cenar y me puse a dormir. Pese a todos los condicionamientos a que estamos sujetos los humanos, físicos, morales, éticos, culturales, aquel hombre -pobre hombre y hombre pobre a la vez-, exponiéndose a la ira de sus jefes, a que le llamaran la atención, incluso a que lo echaran del trabajo, en unos segundos ejerció  de forma plena y rotunda su libertad, además de su humanidad. ¡Chapeau! -como probablemente diría un francés, no se me ocurre palabra más expresiva.


Reverso de la postal anterior, con un texto de mis amigos franceses Gérard y Michel de Montpellier (Francia),1971.


A la mañana siguiente, antes del amanecer el vigilante subió a buscarme, pidiéndome que le acompañara. Siguiéndole bajé hasta el sótano, donde él tenía su vivienda, un cuchitril con las paredes de ladrillo basto, sin enlucir, apenas iluminado por una bombilla colgada del techo. En un rincón de la estancia tenía un camastro, además de un par de sillas, una mesita baja y algunas prendas de ropa colgadas de clavos en las paredes. Tenía también un hornillo, algo de vajilla y cubiertos para comer, y tarros con alimentos. En un cazo de metal me calentó agua para hacer un te de bolsita, que bebí acompañado de unas galletas que me ofreció de un tarro. Me hizo sentar en una de las sillas para que desayunara tranquilo. Fue aquel uno de los encuentros humanos más extraordinarios que he tenido en la vida; sólo de recordarlo me emociono. Y no fue en los palacios de Versalles, ni bajo el Arco del Triunfo, ni en la catedral de Notre-Dam. Fue en un humildísimo lugar, en el cuartucho del vigilante de un edificio en construcción de Nimes. Además, mi benefactor era también extranjero, moro, africano. No llegué a saber su nombre, y si me lo dijo no lo recuerdo. Pero nunca olvidaré su gesto de acogida, la forma mísera en que vivía, su sincera cordialidad, su humanidad. Aquel día comprobé que los seres humanos somos realmente capaces de bondad. Por supuesto, yo ya sabía que la bondad existe -la había experimentado en mis padres y hermano, con otras personas de mi familia, incluso con vecinos y amigos-, pero aquella fue la constatación definitiva, porque provenía de alguien ajeno a mi entorno, de un desconocido. Aquel hombre estaba solo en Francia, su mujer e hijos estaban en Marruecos; pronto se jubilaría y se iría con ellos. Fueron unos momentos de gran emoción para mí. Al despedirnos me dio un plátano: Pour la route... –me dijo con timidez. Podía haberme echado de allí a cajas destempladas, amenazarme con llamar a los gendarmes, cualquier cosa... Pero dejó que pasara allí la noche; y no satisfecho con ello me dio de desayunar, y fruta para el camino. Quizá se vio a sí mismo en mi desamparo o sencillamente sintió misericordia de mí; no lo sé ni lo sabré nunca. Pero cada vez que me acuerdo de aquel lance, no puedo por menos que encomendarle al Altísimo: Hombre de la chilaba, ¡que Alá sea contigo donde quiera que te encuentres...!

En Nimes visité Les Arènes (27 a.JC) y la Maison Carrée (16 a.JC), ambos son monumentos romanos muy bien conservados de la época de Augusto. “Las Arenas” es un antiguo anfiteatro, que evoca el Coliseo de Roma, aunque menor. Según me dijeron todavía se celebran allí corridas de toros al estilo español, pero sin muerte de los animales. Se trata de una plaza de toros con un coso muy particular, elíptico. En cualquier caso es un monumento notable, por no decir claramente impresionante, al igual que la “Casa Cuadrada”, otra construcción de la misma época erigida como templo para el culto imperial. Debo reconocer que desde siempre he tenido pasión por los edificios y monumentos de la antigüedad, admirándome que se hayan preservado durante tantos siglos. Se me ocurre pensar en los que los construyeron -imaginaron, diseñaron, mandaron construir, levantaron con sus manos...-; todos ellos desaparecieron hace una eternidad, nadie se acuerda de ellos en la mayoría de casos; sin embargo, el edificio continua en pie, aunque destinado a otros usos, y más o menos rescatado de su primitiva función. El hecho de que se hayan preservado -éstos y otros tantos edificios pretéritos- se debe a que desde fecha temprana fueron destinados a otros menesteres, como fortalezas, palacios, iglesias... En el caso de Las Arenas, parece que su recinto fue utilizado por los visigodos como lugar amurallado, después como palacio fortificado, incluso se desarrolló en su interior un barrio o comunidad de viviendas, incluyendo dos capillas. En cualquier caso, su belleza es notoria, además de elegante y proporcionada. Doy por sentado que pocos edificios actuales permanecerán en pie dentro de veinte siglos... -suponiendo que la humanidad exista para entonces.



Vista fronto-lateral de la "Meson Carrée", Casa Cuadrada en español, un templo construido en honor de Augusto (16 a.JC), en Nimes (Francia) [Tomado de Wikipedia, La enciclopedia libre].


Encuentro inesperado, camino de Montpellier.
Salí de Nimes a media mañana, por la carretera que lleva a Montpellier, el pueblo natal de san Roque, copatrón de Torrebaja, mi pueblo... Aquel día tuve mucha suerte, pues enseguida me cogió un coche, creo recordar que era un “cuatro latas” amarillo, en el que iban dos chicos jóvenes entorno a la treintena; en cualquier caso me llevaban diez o quince años. Desde el primer momento hubo simpatía entre nosotros. Mi devoción por los franceses no llegaba muy lejos, me gustaba más su lengua; quizá porque no había tenido buenas experiencias con ellos, aunque tampoco malas. En realidad, al único francés que conocía era a mi vecino Julián Martínez Vialanait (Millau-Francia, 1931), alias el Francés,[2] y Astérix el Galo, el personaje de las historietas cómicas creada por René Goscinny y Albert Uderzo. Pero esto fue hasta aquel día, ya que desde entonces cambió mi impresión acerca de nuestros vecinos transpirenaicos. Me preguntaron por mi nombre, a qué me dedicaba, de dónde venía, adonde me dirigía... -lo que se suele preguntar en esos casos-. Yo les conté toda mi aventura, el viaje desde Ámsterdam. Ellos se presentaron como Gérard y Michel, uno de ellos trabajaba en la administración de la Universidad y el otro no recuerdo dónde. Debí caerles bien, pues cuando llegamos a Montpellier me invitaron a su casa. Por la forma de hablar y de comportarse supuse que eran pareja -aunque ya digo que esto fue sólo una impresión-; en todo caso, ni entonces ni ahora  me importó su condición sexual. Porque la homosexualidad no es ningún vicio, ninguna enfermedad, ni siquiera una opción sexual, sino una realidad biológica, sicosexual. En aquella época yo era un joven ingenuo e idealista -todavía lo soy, aunque en menor grado-; pues me hallo en ese segmento de la vida adulta, en que se apodera de uno el escepticismo. En ningún momento sospeché nada malo de ellos, más bien todo lo contrario. Entre nosotros debió funcionar lo que llamamos “intuición”, “corazonada”, esto es, el pensamiento racional inconsciente, informándonos de que nada debíamos temer uno de otros, ni viceversa. Debió ser por eso que me invitaron a su casa... Vivían en una casa preciosa del centro, en el casco antiguo de la ciudad. Una vivienda suele decir mucho de sus moradores, especialmente la cocina y el baño. El interior estaba decorado con mucho gusto, al menos eso me pareció. Enseguida me llevaron a mi habitación, un cuarto pulcro con una cama alta. Y me invitaron a ducharme, mejor dicho, a bañarme. Después de tantos días de viaje no debía tener yo muy buen aspecto, ni olería demasiado bien. La bañera era muy grande, exenta, idéntica a la que muchos años después vi en la casa de doña Visita Navarro en Torrebaja –una bañera señorial, por decirlo con una palabra-. Digo que debía oler mal porque incluso me ofrecieron sales de baño perfumadas, refinamiento al que yo no estaba acostumbrado.

Mientras yo me bañaba ellos pusieron una lavadora, con toda mi ropa sucia. Una vez limpio y aseado –afeitado y perfumado- me llevaron a cenar a un restaurante. Me aconsejaron pedir un "entrecot" de ternera –me sirvieron un filete de dos dedos de grueso, mi primera comida caliente en lo que iba de mes-; ellos pidieron lo mismo, pero “saignan”, poco hecho... Fue una cena estupenda, en la terraza de un buen local; yo estaba sorprendido, encantado... Después de cenar me preguntaron si me apetecía ver una película, y como dijera que sí me llevaron al cine. Vimos una cinta italiana cuyo título no se me ha olvidado Sacco y Vanzetti, de Giuliano Montaldo (1971). La película era en francés, así que sólo me enteré de la mitad, si bien lo suficiente para comprender la trama. Trataba del juicio y ejecución mediante electrocución (silla eléctrica) de dos inmigrantes italianos anarquistas en Massachusets, Estados Unidos, en 1920, acusados de robo y asesinato de dos personas. Muy bien realizada, interpretada y fotografiada, con música de Ennnio Morricone, la película me pareció admirable, con mucha fuerza argumental e interpretativa. El tema está basado en hechos reales, y parece que nunca llegó a probarse de forma fehaciente la culpabilidad de los ajusticiados. Denuncia ciertas prácticas de la justicia y de la policía, los intereses de los poderes fácticos, la injusticia social. En España no se estreno hasta 1976, ya iniciada la transición a la democracia...



Cartel de la película Sacco e Vanzetti, obra de Giuliano Montaldo (1971) [Tomado de Filmaffinity.com].


Aquella noche en casa de mis benefactores franceses dormí como no había dormido en varias semanas, cama blanda, sábanas limpias... Me desperté a media mañana, Gérard y Michel ya me tenían preparado el desayuno, café con leche, zumo y tostadas con mantequilla y mermelada, al más puro estilo francés. A la hora de despedirnos me dieron una bolsita con algo de comida, un par de bocadillos, fruta y un botellín de cerveza, abridor incluido. ¡Un abridor que todavía conservo! En su coche me llevaron a la salida de la ciudad, camino de Perpiñán. No recuerdo si nos despedimos con un abrazo, pero yo no les he olvidado, ni les olvidaré mientras viva y conserve la memoria: sus nombres eran Michel Nicolas y Gérard Jourdan, vivían en Plan du Palais, Montpellier, Francia. Prueba de la importancia que para mí tuvo aquel encuentro es que, no obstante el tiempo pasado, todavía conservo sus cartas y postales...


Postal con detalle de un mural de Josep Maria Sert i Badia (1874-1945) en la Sala de Consejos del Palacio de las Naciones de Ginebra (Suiza), 1971.
Reverso de la postal anterior, con una nota de mis amigos franceses:
Gérard y Michel de Montpellier (Francia), 1971.



De Montpellier a España por Le Perthus.
El trayecto desde Montpellier hasta España fue rápido y sin percances, al menos no recuerdo que los hubiera. Crucé la frontera por Le Perthus en el coche de un chico alemán, sin contratiempos. Una vez en España respiré tranquilo. Con razón decía mi padre que lo mejor de los viajes es el regreso a casa, y en España yo ya me sentía en mi casa. En las oficinas de “Change” entregué los pocos francos que me quedaban, unas quinientas pesetas al cambio. El joven alemán con el que crucé la frontera había acabado sus estudios de odontología, y antes de comenzar a trabajar pensaba tomarse un año sabático. Si todavía vive debe estar ya jubilado. El coche que llevaba y su aspecto denotaban que pertenecía a una familia acomodada. Iba a España, donde había quedado con unos amigos. A mí me dejó en Gerona. Del viaje de Gerona a Barcelona no recuerdo nada, ningún detalle de interés. Una vez en Barcelona, ciudad que yo conocía bien, no en vano había vivido allí varios años -entre 1964 y 1970-, fui a casa de mis tíos, Juan a Amelia, cuyo domicilio estaba en la calle Córcega, esquina con Cerdeña. Se llevaron una inmensa sorpresa, no sé tanto si una alegría. Cuando les conté mi aventura por Europa no se lo creían, pensarían como siempre que mis padres eran unos consentidores, y tal vez lo fueran. Estuve con ellos un par de días, lo justo para asearme y descansar. Enseguida emprendí el camino de Valencia; el hecho de que no recuerde nada del trayecto me hace pensar que no me sucedió nada digno de reseñar. En Valencia cogí la “Chelvana” para dirigirme a Torrebaja, Valencia, adonde llegué ya de noche. 


Detalle de postal con imagen de una calle de Montpellier (Francia), 1972.

Reverso de la postal anterior, con un texto de mis amigos franceses -Gérard y Michel de Montpellier (Francia)-, 1972.


A modo de epílogo.

Han pasado más de cuatro décadas de aquel fabuloso viaje por Europa, entonces era yo un joven confiado e inexperto -hoy ya no soy tan joven, y sólo un poco más experimentado-. La evocación de aquella aventura se basa en mis recuerdos, apoyados en algunos documentos que conservo. El relato es auténtico, verídico en todos sus detalles. Lo que cuento es lo que viví o recuerdo haber vivido...

Aquella extraordinaria marcha constituyó para mí un viaje iniciático, en el más puro sentido antropológico del término, mi paso de la vida adolescente y juvenil a la vida adulta. Resultaría inexacto decir que no corrí ningún riesgo; pues corrí muchos, aunque no siempre fui consciente de ellos. Me sentía protegido, sin embargo, no por la cruz cristiana que llevaba colgada del cuello con un hilo, que también, sino por mi confianza en mí mismo y en la bondad del mundo.

Con más intuición que racionalidad, pensaba yo que alguien que anda por la vida con la afabilidad pintada en el rostro no puede provocar animadversión en los demás. Después he visto que la bondad no siempre es respondida con el bien, ya que hay mucha gente desquiciada, enferma, y espíritus desalmados. Pero yo actuaba con la naturalidad y sencillez que me caracteriza -dicho sea con perdón-. Caminaba sin temor, aunque no totalmente desprevenido. Confiaba además en la cordialidad de la gente, prueba de ello es que la mayoría de las personas con las que me encontré fueron amables conmigo. Bien es cierto, sin embargo, que los encuentros de Nimes y Montpellier fueron absolutamente extraordinarios, demostración de que la bondad existe y podemos encontrarla en el lugar más inesperado.

Detalle de postal navideña enviada por mis amigos franceses -Gérard y Michel de Montpellier (Francia)-, 1972.


Detalle del reverso de la postal anterior, con un texto de mis amigos franceses:
Gérard y Michel de Montpellier (Francia), 1972.



Del hombre de la chilaba nunca más volví a saber, aunque muchas veces me he acordado de él al evocar mi viaje, y sin venir a cuento; su recuerdo será para mí imperecedero. Por el contrario del marroquí, con los franceses de Montpellier –Gérard y Michel- me carteé durante varios años. Yo les escribía en mi pobre francés –con ayuda del diccionario que varias veces estuve a punto de arrojar al Sena en París-; ellos me respondían en francés y castellano, pues Gérard se manejaba bien en español. Me felicitaban las fiestas por Navidad y Pascua, y me enviaban postales de sus viajes; yo era para ellos “su pequeño valenciano” –así me llamaban cariñosamente-. En alguna carta me manifestaban su intención de venir a España a visitarme, pero nunca vinieron. Yo les hubiera recibido encantado. Sin motivo aparente, un día dejamos de escribirnos. No sé quién dejó de responder a las misivas del otro, eso es lo de menos, pero el carteo acabó. También es posible que su relación terminara, lo que suponía la desaparición de nuestra entidad. Imagino que continuarían su vida y yo la mía, pero siempre he guardado de ellos el mejor recuerdo, por su amistosa acogida, bonhomía y generosidad.
 
Detalle de la última nota recibida de mis amigos franceses.
Gérard y Michel de Montpellier (Francia), 1973.


Detalle de la última nota recibida de mis amigos franceses:
Gérard y Michel de Montpellier (Francia), 1973.

  

En suma: más allá del color de la piel de cada cual -de las creencias, costumbres, nacionalidad, estatus social…- están las personas. Acoger a los demás, ser amables y compasivos con ellos es la mejor prueba de humanidad. Todo lo demás son prejuicios, estupidez, incluso maldad –porque el mal existe: basta leer la Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi (1919-1987). Sirvan estas palabras como recuerdo de aquel viaje de juventud por Europa, y en agradecimiento a los que me favorecieron. Vale.







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[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. De Torrebaja a París y Ámsterdam, vía Bruselas: un viaje de ida y vuelta, en la web Desde el Rincón de Ademuz, del miércoles 18 de febrero de 2015.
[2] ID. Julián Martínez Vialanait (a) el Francés, en la web Desde el Rincón de Ademuz,  del domingo 25 de diciembre de 2011.